Viva el verano
Supongo que os habréis aburrido y ya no entrará aquí ni el tato. Claro, tantos días, casi meses sin escribir, pues pierde uno la rutina de mirar a ver si hay algo nuevo. De todos modos, yo voy a escribir la excusa de mi dejadez para el que quiera saberla. Tras terminar allá por julio los trabajos del doctorado, estaba hasta el mismo moño de escribir. Y es que amigos, pese a que uno se dedica a esto de la escritura, siempre relaja poder divagar sobre lo que más o menos apetece. Pero tras el atracón de día y noche sin parar, pues como que se va acumulando una especie de resaca de letras. Es como el panadero que llega a su casa y sigue haciendo pan. Ya sé que la metáfora es un poco de aquella manera, pero a mí me parece ilustrativa. Por otra parte, y tras recuperarme de la resaca escribana, reconozco que me ha dado un poco de pereza y me he dedicado a tareas más ociosas como hacer mucha y variada vida social. Reconozco que cada vez los veranos se están volviendo más animados. Yo que año tras año he permanecido en la ciudad durante la época estival, estoy notando cómo cada vez se queda más gente a hacerme compañía. La teoría más extendida es que, los sueldos bajan, las hipotecas suben y la gente no tiene un euro para vacacionar. Yo soy feliz aquí. Siempre me he considerado pez de ciudad y creo que no ir a la costa en los meses de verano tiene muchas ventajas. La primera se basa en poder aparcar a menos de dos kilómetros del centro. Esta experiencia me produce una sensación parecida al éxtasis. Hay menos colas para todo, llegas a un bar o a un comercio y te atienden antes de entrar por la puerta… otro éxtasis. Cuando sales de fiesta, normalmente quedan 3 ó 4 bares abiertos. Vale que la oferta puede parecer limitada, pero en cambio resulta gracioso que al final de la noche te da la sensación de estar rodeada de amigos, puesto que estamos los mismos en todos los bares y al final acabas conociendo gente por aburrimiento o limitación de personal. El verano en la ciudad también tiene un momento curioso y es que frikis, raruzos y demás seres evanescentes, florecen como margaritas en primavera. Algunos estaréis pensando en lo peligroso que es eso. A mí me parece divertidísimo. Respecto al calor infernal, siempre he tenido mucha fe en las teorías evolucionistas de Darwin y creo que, tras años y años de adaptación, tolero los 44 grados que solemos tener por aquí sin ningún problema. No hay agobios, no hay prisas, no hay gente… éstas son las auténticas vacaciones. Para esos amigos que quedan un poco retirados en estos meses, está el maravilloso invento llamado coche. La verdad es que, con la tontería de que todo está a un paso, este verano he pisado más la playa que en toda mi vida y, pese a usar factores solares dignos del más albino de los albinos, me he puesto morena cosa que, como sabéis, me desagrada bastante. Todo sea por visitar un rato a la gentuza que no sabe apreciar la belleza de la ciudad a medio gas. Ya queda poquito para que termine agosto y luego vendrá lo que yo denomino el síndrome de la manía persecutoria. Y es que, ahora hay tan poca gente que, cuando llega septiembre, que para más señas son fiestas aquí y la población se triplica, acabas por tener la sensación de que la gente te persigue. Yo ya lo voy superando, pero antes, llegaba septiembre, me paraba en un semáforo, empezaba a notar gente a mi alrededor y pensaba que venían a por mí. Tras enumerar todas las ventajas que para mí tiene esto de quedarme en la ciudad en verano, no quiero que nadie me diga eso de: “qué putada, todo el verano en Murcia”. Yo, más feliz que una perdiz. Vosotros, deberíais sopesar pros y contras y quedaros aquí conmigo. Prometo escribir más a menudo, palabrita de Jesus Child. Por cierto, podéis dejar comentarios.
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